Historias de perros notables

12.09.2018

Relato autobiográfico, finalista del concurso literario "Confieso que he vivido", organizado por Senama.


El León, la mascota de nuestra infancia

"Comúnmente se dice que el perro es el mejor amigo del hombre, ¡de eso qué duda cabe! La cuestión es ¿el hombre es el mejor amigo del perro?".

Yo nací y fui criado en una parcela en los alrededores de Santiago, situación que me permitió generar un estrecho vínculo con los animales, con la naturaleza y especialmente con la vida rural. Fue allí precisamente donde se generó un estrecho y emotivo vínculo con los perros, y no hablo de perros de raza, por lo general eran simplemente quiltros. En la parcela se cultivaba una variedad completa de frutas, flores y hortalizas. Tenía un parrón inmenso y una gran extensión de viñedos; había muchos árboles frutales: naranjos, duraznos, perales, limones, membrillos, ciruelos e higueras; una multitud de flores y plantas que se daban por aquí y por allá, siendo las que más recuerdo las azucenas, los lirios, los juncos, los que puntualmente, año tras año, regresaban a pintar de colores la primavera. Se cultivaban papas, choclos, porotos, sandías, melones, tomates y frutillas, una perfecta mixtura de colores, sabores y aromas. A lo cual se agregaba una gran cantidad de animales domésticos y de los otros: decenas de patos, gallinas, pavos y gansos, chanchos y también una yegua llamada Hormiguita, la que tuvo un potrillo al que le dimos el nombre de Bamby; como regaloneo, a la yegua le dábamos azúcar en el hocico y al potrillo zanahorias. En ocasiones y bajo una estricta supervisión paterna, nos permitían dar largos paseos montando la hormiguita. En una ocasión al potrillo, las inquietudes propias de la juventud, lo zumbaron de cabeza a un pozo séptico que se encontraba descubierto en medio de la parcela y se mantuvo allí, literalmente con la mierda hasta el cuello, durante largas horas, hasta que lograron sacarlo amarrado con gruesos cordeles después de intensos esfuerzos y de agotar las fuerzas de varios rudos hombres de campo, luego de lo cual hubo que bañarlo con insistencia, utilizando escobillas y grandes baldes de agua y mangueras para desprenderlo de la pestilencia que lo cubría completamente.

En la casa nunca faltó un gato -obvio, donde hay ratones debe haber un gato-. Una vez criamos un chivito desde muy pequeño al que nos turnábamos para alimentar con mi hermana: una botella de litro, con un gran chupete puesto en su gollete y lleno de leche, que el animalito mamaba varias veces al día con gran ansiedad y dando brincos de placer; pasado el tiempo, y ya cuando había crecido bastante, de la noche a la mañana, desapareció. Con el paso de los años pude suponer con bastante certeza -creo- cuál había sido el motivo de su desaparición, pero nunca me atreví a ponerlo en palabras, pues de sólo pensarlo me embargaba un gran sentimiento de tristeza, tiene que ver con el triste destino de cuando las mascotas terminan convirtiéndose en alimento para las personas.

Cuando apenas gateaba.

Mi madre nos contaba que cuando yo apenas gateaba, acostumbraba a tomar la mamadera desplazándome por las piezas, el corredor y el patio. Con una mano tomaba la mamadera y con la otra me afirmaba para mantener el equilibrio mientras gateaba, de tanto en tanto me detenía, me sentaba y me empinaba la mamadera y luego continuaba gateando; como veía que el perro de la casa no dejaba de seguirme y que me miraba con la vista encendida, se lamía el entorno del hocico en evidentes demostraciones de saborear lo que yo consumía, con la misma naturalidad que un niño comparte su mamadera con otro niño, le permitía al perro mamar el chupete de mi mamadera; luego, con la misma naturalidad, volvía a mamar yo otro poco y así sucesivamente -una vez yo, otra vez el perro- hasta que la mamadera se vaciaba; este hecho terminó por convertirse en algo absolutamente natural y cotidiano. Pero eso no era todo, había otra forma de compartir alimentos con mis hermanos los animales. Sucedía que mi madre acostumbraba a dar de comer en una pequeña batea de madera a decenas de patos, pollos y gansos que había en la parcela; su alimento se preparaba con restos de comida, pan añejo remojado y harinilla. Los patos comían alborotadamente, y sacudiendo sus picos embetunados desparramando harinilla para todos lados. Acto seguido y sin dudarlo un instante me ponía a comer junto con ellos. Para ganarme un lugar apropiado en la orilla de la batea, los agarraba del cuello y los hacía a un lado, hasta lograr una buena ubicación cerca de la comida. Ante tan alta posibilidad de que me agarrara una infección al comer con los patos y con el perro, nuestra madre, mujer precavida al fin y al cabo, decidió poner en practica con dos secretos de naturaleza; secretos de naturaleza tipo vox populi entre las vecinas y sus amigas: a mi hermana y a mí nos dio a beber leche de perra, según decía la tradición popular, afirmaba el estómago, y no contenta con eso, a ambos también nos dio a beber leche de burra, muy común en ese tiempo, al punto que los burreros se paseaban por las calles de los barrios con hembras recién paridas voceando a los cuatro vientos los milagrosos beneficios de beber un vasito de leche de burra recién ordeñada.

En esos tiempos todo parecía suceder en torno a los animales, recuerdo que un grupo de niños del barrio, de diversas edades, comúnmente nos juntábamos en la plaza de Renca al atardecer; y en ocasiones y solo en ocasiones, un hecho notable de esas reuniones era cuando los muchachos más grandes del grupo atrapaban algunos murciélagos cuando estos, al atardecer, revoleteaban a baja altura. Los maniataban y les ponían una colilla de cigarro prendida en el hocico para que los murciélagos fumaran; y en realidad daba la impresión de que estos horribles pero inocentes animalitos fumaban, aspiraban el cigarro y luego exhalaban el humo. Yo imagino que solo era su respiración agitada la que daba la impresión de que fumaban, pero los muchachos gozaban mucho viendo "fumar a los murciélagos" y en ningún momento nadie se cuestionaba si era grato también para los murciélagos sentirse maniatado y con un cigarro prendido en el hocico, sin poder hace nada por impedirlo, y menos si esto les causaba algún tipo de sufrimiento; finalmente lo único importante para todos era gozar con algún poco de diversión, no importando a costa de qué, ni de quiénes. Aquella era una época en que el paso del tiempo era un aspecto que, al parecer, no preocupaba a nadie; un día, un mes, un año, ¡a quién podría importarle! Lo únicamente importante era vivir el día a día, jugar y ser felices. El transcurso del tiempo podría llegar a preocuparnos en otros momentos de la vida, pero no por ese entonces. Eran tiempos de estabilidad, la familia, los hijos, el sustento, el bienestar y el futuro de la familia eran sólidos y nadie podía imaginar que un día todo pudiera cambiar.

¡Los perros, siempre los perros!

El animal doméstico del que guardo un especial recuerdo es de un perro llamado León; un perro blanco con algunas manchas negras en su cuerpo, las orejas negras también y una gran mancha negra que le cubría todo el entorno del ojo izquierdo, sus ojos vivaces y una larga e inquiera cola que incansablemente enarbolaba al viento como un altivo penacho de casco troyano. En la parcela los niños éramos solo mi hermana y yo, pero comúnmente llegaban dos amiguitos más -el Lucho y la Edith- y en ocasiones otros niños varios. El perro era un compañero de juegos y excursiones infaltable. Inagotable en su ir y venir y en sus correrías por aquí y por allá, era ciertamente como un niño más, hermoso, cariñoso, juguetón y fiel, "como sólo un perro puede serlo", un compañero ideal; en los momentos en que realizábamos incansables correrías le impedíamos que tomara agua, pues cuando el cansancio ya lo acosaba, si lo dejábamos que tomara agua, se echaba y no había quien lo moviera y de ahí en adelante ya no estaba dispuesto a seguir correteando por más tiempo sino hasta después de tomar un merecido descanso. ¡Cómo olvidarlo!, sobre todo por los episodios de gran alegría y otros de gran tristeza que protagonizó junto a nuestra familia; fue con quien compartía amigablemente mi mamadera cuando apenas gateaba, además de ser un compañero incansable de correrías, juegos y excursiones; pero también fue parte de episodios muy dolorosos y tristes: como cuando no pudimos llevarlo con nosotros al momento en que mis padres se separaban y el pobrecito León se quedó solo en la parcela, o cuando pasó la primera noche junto a mi padre cuando él llegó a la parcela y mi madre y nosotros ya no estábamos allí, él lo acompañó en la que debió ser la eterna y más triste noche de vigilia que pasó mi padre junto a una gran fogata que prendió en el patio, como un intento inútil destinado a espantar la tristeza. Después de ese día, nunca más volví a ver al León, ni a saber de él. A partir de esa noche también, nunca más viviríamos bajo el mismo techo con mi padre, lo volveríamos a ver, muchas veces y por largo tiempo, pero no viviríamos juntos jamás.

A partir de la historia del León, la seguidilla de historias con perros notables fue nutrida y prolongada a través de los años. Y a propósito de historias de perros notables,mi madre nos contaba que cuando era muy niña tenía un perro llamado Alacrán, noble como sólo un perro puede serlo, la acompañaba todas las mañanas al colegio y, según contaba mi madre, al escuchar la campana de la escuela anunciando el término de la jornada, que se escuchaba desde su casa, el perro partía a su encuentro y para demostrarle su cariño, no bastando con acompañarla de ida y de vuelta, le llevaba el bolsón de los libros en el hocico; tanto de ida como al regreso el Alacrán enarbolaba su cola al viento, como una señal visual de alegría y de contento. Mi madre era muy buena para contarnos historias entretenidas, en ocasiones nos contaba historias sobre Dios, sobre brujos y muy especial sobre la vida de la gente del sur, donde ella nació y se crio. Una vez nos contó una muy buena historia, pero bien triste, relacionada con un perro que sucedió en Yumbel, que era el pueblo donde ella nació y donde vivió hasta su juventud, después de lo cual la familia se mudó a vivir a Concepción. Resulta que había un señor que tenía un perro, el cual tenía la costumbre de acompañarlo todas las mañanas hasta la parada del autobús que lo llevaba al trabajo; en las tardes cuando el hombre regresaba del trabajo, siempre el perro lo estaba esperando en el mismo lugar y a la misma hora; el perro nunca faltaba a la cita, así fuera verano, invierno, estuviera oscuro, incluso cuando llovía, y así sucedió durante años. Cuando el señor falleció, que ya era viejito, el perro siguió yendo a esperarlo a la parada del autobús, todos los días, así fuera verano, invierno, estuviera oscuro, incluso cuando llovía. Así, todo el tiempo que mi madre recordaba, el perro espero y espero a su amo sin faltar jamás a la cita, sin lograr entender que el amo jamás regresaría. Mi madre nos contó que cuando había pasado mucho tiempo, todavía era posible ver al perro, ya viejo, caminando con dificultad, cojeando, sucio y muy flaco, que todavía deambulaba cerca del lugar de la parada del autobús, se echaba a la sombra de un viejo pino o se cobijaba de la lluvia bajo un alero, con la mirada perdida permanecía, durante horas, sin articular movimiento ni emitir señales de vida. Sin saber qué hacer con su vida, más que dedicar todo el tiempo a esperar el regreso de su amo. Hasta que el día menos pensado desapareció para siempre sin dejar rastro visible. Muchos años después que sucediera esta historia, apareció una película protagonizada por Richard Gere titulada Hachiko, que relata una historia idéntica a la historia que contara mi madre sobre el perro de Yumbel. La historia de Hachiko estaba muy bien documentada, basada en un caso real y finalmente cuando el perro falleció -después de 9 años de esperar inútilmente a su amo- le construyeron un monumento en la estación de trenes de Tokio, lugar donde aconteció la historia real.

Como poder saber ¿cuál es el componente tan noble y misterioso que posee el alma de los perros, que jamás saben renunciar al cariño y a la fidelidad?

Como se podrá ver, para mí, las historias con perros notables desde siempre fueron variadas y emotivas. Años después de la separación de mis padres, ya no vivíamos en la parcela, sino que vivíamos en un conjunto habitacional ubicado detrás del estadio municipal de Renca. Allí aconteció la historia de un quiltro que recogimos en la calle al que llamamos Niñito. El perro tenía sus años, era cojito de una de sus patas traseras -lo que le daba un leve y gracioso contoneo al caminar-, era vagabundo, andaba sucio y estaba muy flaquito; siempre andaba detrás de doña Berta quien vendía helados y confites en un triciclo; cuando lo vi por primera vez, basto un guiño y una caricia en el lomo, él enarbolo su cola y sus orejas, y de ahí en adelante ya no hubo quien nos separara nunca más. Con la certeza propia de quien ha encontrado lo que busca, me siguió a casa, ¡claro yo no hice nada para impedirlo tampoco!; mi madre puso el grito en el cielo, que no podíamos tener un perro, que esto y lo otro, etc., etc. Pero después que se le acabaron todos los argumentos para justificar que no podíamos tener un perro en casa, lo acepto y no solo eso, ella misma lo bautizo con el nombre de Niñito. Como ningún perro se va del lugar donde le dan de comer y lo tratan bien, rápidamente se convirtió en un compañero de juegos y de andanzas permanentes; una vez lo subimos con nosotros a jugar a un segundo piso de una casa que estaba desocupada, cuando terminamos de jugar nos fuimos sin prestar atención a que el perro se había quedado en el segundo piso y que no se atrevía a bajar -los perros suben las escaleras con mucha facilidad, pero les cuesta mucha bajarlas- cuando el perro vio que nos alejábamos sin él, no lo dudó un instante y se lanzó del segundo piso hacia la calle para correr tras nosotros; con la caída solo se le acentuó su cojera durante un largo tiempo, pero después se recuperó y volvió a su cojera tradicional.

En otra ocasión se lo llevó la perrera. La perrera era un sistema de camiones municipales que recorrían las calles de los alrededores de Santiago capturando los perros vagos y también, a los que sin ser vagos, se encontraban en la calle; luego procedían a llevarlos a unos corrales municipales en espera de que los dueños, si es que los tenían, procedieran a pagar la multa correspondiente y recuperarlos. De no ser reclamados, según se comentaba, los mataban, aunque también escuche decir que los carneaban y se los daban de alimento a los animales carnívoros del zoológico de Santiago, la verdad no lo sé, nunca tuve certeza de que eso fuera cierto; hoy todavía es posible ver en el centro del Parque Los Reyes restos de las instalaciones de las perreras municipales convertido en un centro cultural llamado, justamente, Perrerarte.

Centro cultural Perrerarte, Parque Los reyes

Sucedió que un día, como de costumbre me encontraba en la calle con mi perro, paso la perrera y sin lograr darme cuenta ni cómo ni cuándo, los encargados del camión, lacearon mi perro, lo subieron al camión y se lo llevaron. Por un instante quede paralizado. Pero prontamente di con la solución: yo sabía que cada vez que la perrera pasaba por nuestro sector, el camión con sus ocupantes terminaban en las dependencias de la viña El Carmen -disfrutando de un merecido descanso-, distante unas quince cuadras de nuestra casa; siempre sucedía igual, por lo tanto era fácil suponer que en esta ocasión, allí los podría ubicar; sin pensarlo dos veces, fui a mi casa saque la plata que mi madre nos había dejado para comprar el pan del día y "patitas pa' que te quiero", corrí hasta la viña El Carmen en busca del camión de la perrera. Sin aliento y con la voz entrecortada les propuse a los hombres del camión, que porque, si yo les daba el billete que tenía en la mano no me entregaban mi perro que recientemente ellos habían laceado y subido a su camión; dudaron un instante, pero cuando vieron el billete que yo les mostré accedieron al trato, ¡cómo no!, total todos ganaríamos con el acuerdo extra oficial: ellos obtendrían un billete extra y yo recuperaría mi perro. De regreso a casa, el que corrimos sin detenernos un instante, era difícil saber cuál de los dos se encontraba más contento, si el perro o yo; llegamos extenuado pero contentos, había utilizado todos mis recursos y astucia, y como recompensa había recuperado mi perro. El problema lo tuve cuando regreso mi madre del trabajo: dos coscorrones, un tirón de orejas, más un buen reto y a la cama sin tomar onces por gastar la plata destinada a comprar el pan del día en recuperar el perro; "la verdad que no me importo nada, yo estaba lejos de arrepentirme de lo que había hecho, es más, estaba seguro de volverlo a hacer si la ocasión se repetía": lo importante era que el niñito estaba de nuevo con nosotros, sano y salvo. El Niñito estuvo junto a nosotros durante varios años hasta que finalmente murió de viejito.

Dos perros con nombres únicos en el mundo

Después de la separación de mis padres, acontecimiento que nos marcó a todos y donde nadie pudo escapar ileso del dolor y el sufrimiento, nos fuimos a compartir una gran casona con un familión, que claramente había tenido un pasado esplendoroso, pero, que en esos momentos se encontraba venida a menos. Vivian en un caserón de dos pisos, con amplios ventanales y una escalada magnifica hacia el segundo piso, la dueña de casa tocaba un piano de cola y contaba áreas de opera cuando se lo pedían con insistencia. Relacionada con esta familia me tocó vivir otra emotiva historia con perros. Esta familia tenía perros galgos y criaban patos chinos, perros y patos que despertaban la admiración en el vecindario, nosotros -como ya conté- teníamos un quiltro llamado niñito, el que habíamos recogido de la calle, y solo poseíamos un par de gallinas de corral, de esas comunes y corrientes. Los perros galgos era otro indicio que la familia había conocido tiempos mejores, pero al final los pobres galgos se encontraban dos veces más flacos de lo que comúnmente son -delgadez extrema que se evidenciaba en sus costillas-, hasta que, pasado el tiempo, los galgos desaparecieron de la familia y en su reemplazo comenzaron a criar como mascotas, quiltros resultantes de cruzas indeterminadas. Al primer quiltro que llego a esa familia, que era muy pequeño y que usualmente acostumbraba a dormir bajo la gran escalera del salón, lo llamaron "por debajito", nombre nada común por cierto, pero que con el paso del tiempo se hizo común y no extrañaba a nadie; posteriormente llego a la familia otro quiltro, el que termino siendo varias veces más grande que el primero, a este lo llamaron "por encimita"; creo que en el mundo entero no habrá un par de perros que tuvieran un nombre más particular y extraño que estos dos. Sucedió que el "por encimita", que había llegado a la casona siendo apenas un cachorro, con el paso del tiempo llego a tener un vínculo tan potente conmigo y de tal complicidad que literalmente llegamos a ser inseparables en correrías y juegos. Paso el tiempo y nos mudamos de esa casa, pero cada vez que yo ocasionalmente regresaba de visita y lo volvía a ver, el perro armaba tal alboroto, saltaba, gemía, ladraba, movía su cola y orejas y volvía a saltar y a gemir sin cesar, y me lamia entero y saltaba sobre mí nuevamente y con sus patas largas me empujaba hasta hacerme tambalear, sin que nadie lo pudiera hacer callar ni tranquilizar, se encontraba fuera de todo control, al punto que en ocasiones tuvieron que encerrarlo para que se tranquilizara; estas efusividades del "por encimita" me llenaban de alegría interiormente, la que no me atrevía a exteriorizar por pudor y vergüenza, con lo cual mis mejillas se coloreaban al máximo y sudaba entero sin saber qué hacer, ni menos que decir; como decía, una vez que nos habíamos mudado de allí, en una ocasión mi madre me mando a dejar un encargo a la casa de esta familia -nuestra nueva casa quedaba a 12 cuadras de distancia de la casona del familión-; después del alboroto acostumbrado y al momento de emprender el regreso a mi casa el "por encimita" no queriendo separarse de mi lado, me siguió, reconozco que no hice nada para impedirlo; feliz llegue a mi casa en compañía del perro, pensando ilusoriamente que la situación se resolvería por algún medio que no me afectaría a mí, ni que me obligara a asumir responsabilidad alguna; yo pensaba que no tenía la culpa que el perro me hubiera seguido (aunque en el fuero interno sabía que yo podría haberlo impedido a tiempo); ¡graso error!. Al verme llegar con el perro -el que era casi tan grande como yo- la reacción de mi madre fue categórica: debía regresar a la casa de los dueños del perro y decirle que lo encerraran para que este no pudiera seguirme nuevamente; y, sin chistar, tal y como era costumbre que los niños obedecieran a los mayores en esos tiempos, tuve que realizar por segunda vez el mismo trayecto de las 12 cuadras para regresar a dejar el perro a su casa. Finalmente tuve que recorrer 4 veces las 12 cuadras que separaban a ambas casas: dos veces de ida y dos veces de regreso. Lo peor de todo fue que durante el regreso del último de los dos viajes, ya había oscurecido completamente y en la calle no se veían personas transitando; estaba oscuro, yo transitaba solo y muerto de miedo -solo tenía 10 años-.

Pasó el tiempo y ya nos encontrábamos en el periodo de dictadura cuando nos fuimos a vivir a Maipú, momento en que una amiga de mi hermana ofreció regalar una perra negra que ella no podía tener en su departamento por más tiempo, pues la perra era muy juguetona e inquieta. Yo feliz la acepte, aunque a regañadientes de mi madre. Con ésta perra se escribió una historia muy triste. Era de raza cocker spaniel inglés, color negro azabache, graciosa, cariñosa, juguetona; le pusimos de nombre Pelusa; cuando yo regresaba del trabajo ella no obedecía a nadie mas que a mí, si yo la regañaba ella tomaba una posición de total sumisión y humildad, si le hacía cariño gemía y me tironeaba los cordones de los zapatos hasta desabrochármelos; era la admiración de quien la veía, imposible no verla y simpatizar con ella; vivió durante años con nosotros, hasta que en una ocasión quedo preñada, y todos felices con la idea de tener cachorritos de la pelusa. Pero en una ocasión cuando mi madre regresaba de hacer unas compras, la encontró recostada bajo el parrón, a mi madre le extrañó que la perra, cuando la vio llegar, solo levanto la cabeza y siguiera recostada donde estaba, igualmente decidió almorzar primero pensando que después la vería y si era necesario la llevaría al veterinario; cuando la fue a ver, la perra agonizaba, mi madre pidió ayuda inmediatamente, mi hermana llamo un taxi y la llevaron al veterinario, pero nada se pudo hacer; cuando el veterinario la examino comprobó que en su vientre tenía seis cacharritos, los que tampoco se pudieron salvar; su muerte nos hizo llorar a todos y nos sumergió en una estela de dolor y tristeza. Finalmente la enterramos en el partió de la casa, junto a un canario y a dos gatos que habíamos enterrado allí anteriormente; como es fácil suponer, fui yo el encargado de cavar la tierra donde seria enterrada, recuerdo que cavaba y lloraba, cavaba y lloraba...

Ya sea consciente o inconscientemente, vivido ese doloroso incidente, nunca más tuve como mascota un perro. A tal punto que, pasado el tiempo, en la casa hubo otros perros como mascota, pero "no eran mí mascota", eran de mi madre, ella se encargaba de su cuidado y yo no me vincule con esas mascotas.

¡Pero, había más perros en mi camino!

Como uno propone y Dios dispone, pasados muchos años y siendo ya adulto y cuando pensaba que las historias de perros eran cosa del pasado, el destino me tenía reservado otro afectuoso vínculo canino, el que sencillamente no pude esquivar: en mayo de 1996 llegué a vivir a un condominio cuando en este, aún no se terminaban de construir algunas torres de departamentos. Sucedió que los maestros de la construcción que allí laboraban habían adoptado como mascota un perro grande de porte y viejo en años; le daban comida y le habían construido una casita donde podía dormir. Basto un par de encuentros casuales para que el perro y yo hiciéramos contacto, hasta que un día, sin saber cómo ni porque, en la mañana me siguió al ir yo al trabajo; me agrado su osadía, al día siguiente se repitió lo mismo, hasta que se convirtió en un hábito que, sin duda alguna agradaba a ambos. Y así cada mañana, durante meses, muchos meses, caminábamos juntos desde el condominio hasta la estación San Alberto Hurtado del metro: yo de terno y corbata, tal y como lo exigía mi trabajo de bancario y el perro feliz a mi lado enarbolando su cola al viento en señal de alegría. Al llegar a la estación del metro debía darle indicaciones precisas de no bajar las escaleras conmigo y que hasta ahí nomás y que debía regresar, me miraba con humildad, como sonriendo, movía las orejas y enarbolando nuevamente su cola emprendía el camino de regreso al condominio. Pasaron meses y todo ya era una costumbre, hasta que la construcción del condominio finalizo, le empresa constructora se retiró del lugar, y los maestros dejaron de venir, junto con lo cual mi amigo can -de cuyo nombre nunca me enteré-, desapareció y nunca más lo volví a ver. La verdad que lo extrañe durante mucho tiempo, cada mañana pensaba que podría volver a verlo, pero no fue así. Mi consuelo era saber que el perro era grande -en porte y años-, se veía sano, fuerte y muy astuto, lo que me indicaba que donde se hallase, estaría bien; con lo cual yo intuía que el perro sabría inteligenciarse la vida.

Con las penas y alegrías que contienen estas historias y a pesar de todo, sigo amando los perros como cuando era un niño. Creo que estas historias con perros notables, a lo largo de mi infancia y juventud influyeron poderosamente en mí formación afectiva, sin la lección de cariño incondicional, nobleza y fidelidad a prueba de fuego de los perros, nada hubiera sido lo mismo para mí y, seguramente, yo no sería el mismo. Eternamente agradecido estoy de ellos.

Fin

Juan José Ferreira

Correo:chilesencialymas@gmail.com        Twitter:@EsencialY
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